
Texto de presentación para el foro sobre la película ‘La caza’ organizado por el MUVIM en el ciclo ‘Clàssics del cinefórum’ (Valencia, Mayo 2019)
Por pequeñas que sean, todas las sociedades se sostienen sobre los delicados equilibrios que contienen y refrenan las fuerzas latentes de la discordia acumulada en el tiempo. La excepcional y premonitoria obra de Carlos Saura nos descubre qué sucede cuando esos equilibrios se vienen abajo súbitamente, abriendo el cauce para la expresión del malestar íntimo que suele consumir al hombre contemporáneo. En este caso, el episodio tiene lugar en un día de caza de apariencia ordinaria, con un puñado de hombres que representan bien los estándares sociales de una época que, en la superficie, pudiera parecernos superada. Al igual que en El extranjero, de Albert Camus, el entorno desempeña un papel propicio para el desenlace: el calor agotador, húmedo, asfixiante envuelve a los personajes, y a los espectadores, dejándoles aflorar el vacío que les consume en su interior, alimentado por la frustración de unos y le opulencia de sus contrarios. Una asimetría difícilmente sostenible cuando las contradicciones emerjan a la superficie.
El hilo que vertebra la película es la constante presencia de la violencia, generalmente muda e implícita en los gestos, en las decisiones y en el propio paisaje que recorren los cazadores durante ese día preciso. Esa violencia se corresponde con el potencial de ira producida por el nihilismo que parece caracterizar el momento. Desde esa perspectiva, La Caza es un ejemplo de ese ascenso de la cultura del odio que Pankaj Mishra ha retratado tan bien en La edad de la ira (Galaxia Gutenberg) y que se convierte en un rasgo definitorio del tiempo presente. Desde esa perspectiva, la banalización de la ira -simbolizada por las escopetas de los cazadores que hoy podríamos identificar también con nuestras redes sociales – es un proceso paulatino, de cuyo destino los propios protagonistas serán incapaces de sustraerse.
Por ello, cuando la película se estrenó en 1966, rápidamente se convirtió en un icono más de la nueva mirada que los jóvenes cineastas, como el propio Saura, trataban de proyectar sobre la sociedad española y su memoria. Una mirada que reconociera la semilla del enfrentamiento que se escondía entre los grupos diversos, a menudo alimentada por el agravio y por la sensación de injusticia sufrida por los ciudadanos. Así, la ira que estalla en plena caza simboliza también el germen de odio tan presente en la historia española, y que los agentes externos han tendido a instrumentalizar en favor de causas más o menos políticas. Como sugiere David Campbell en Polarized. Making sense of a divided America, esa predisposición a la polarización y a la división entre opuestos siempre estuvo ahí, y su activación solo dependía de un contexto que la supiera canalizar. Es un patrón que también permite comprender algunos aspectos de nuestro momento político, donde las distintas crisis -económica, política, territorial- han propiciado el fomento de la política de adversarios como estrategia de competición. Como nos ilustra el día de caza de Saura, la polarización social -y política- suele actuar como fuente de resentimiento, un sentimiento que el profesor Manuel Arias Maldonado sitúa como rasgo nitzscheano inherente al malestar contemporáneo, fruto del incumplimiento de la promesa meritocrática de la modernidad (La democracia sentimental, en Página Indómita). Con todo, nada de ello debe hacernos olvidar la responsabilidad individual que, en último extremo, subyace en el desenlace que pueda conllevar esa frustración: el cazador es quien decide usar o no su arma, y de ello dependerán sus opciones para liberarse y huir de esa violencia. Un punto de fuga que Carlos Saura sitúa en su escena final. La esperanza de la razón escéptica para sobrevivir en la sociedad abierta.